Jaime Barrientos González

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1 oct 2009

Polvo mortal

Había conocido a Felicidad cuando era pequeña y compartía pupitre con mi hija Amelia en el colegio al que la llevé cuando estuve destinado en Pontevedra. Era público y notorio, por aquel entonces en toda la ría de Arosa, que el padre, Solutorio Loscorales, se dedicaba al contrabando de tabaco y que se estaba haciendo de oro pero luego, al retornar yo a Madrid y marchar el estraperlista a vivir a Miami a ampliar su negocio, presuntamente con el nacotráfico, mi hija y la suya habían seguido manteniendo una fluída correspondencia primero por  
correo y ahora en internet.


Por esta vía fue por la que le llegó a Amelia que su amiga de la infancia iba a contraer matrimonio y que la invitaba a la boda y que adjuntaba dos billetes en primera así como el e-mail y el teléfono privado de su padre para que yo me pusiera en contacto con él y ultimara los detalles. Al llamarle me explicó las razones que le habían impulsado a invitarme también a mi y que tenían que ver con la bien fundada sospecha de que un mafioso colombiano, Alfonso Alberto Galliano, con el que había tenido tratos tiempo atrás, pensaba atentar contra la vida de Felicidad en tan señalada fecha.
Por un lado yo no quería poner en peligro a mi hija pero, por otro, no podía ni negarle ese deseo a Amelia ni dejar que un criminal se saliera con la suya así que acepté con la condición de ser yo quien supervisara todo el sistema de seguridad.
Lo primero que hice al llegar fue inspeccionar todas las medidas que hubieran podido tomarse y la verdad es que me quedé asombrado: desde helicópteros sobrevolando la zona y rastreo de naves con el GPS hasta sensores de calor y movimiento pasando por circuitos cerrados de televisión. Afortunadamente el complejo de cuatro edificios contaba con su propia capilla y al estar enclavado en uno de los múltiples “cayos” que conforman la punta de la península de Florida sólo era accesible por mar o por aire lo que facilitaba notablemente mi tarea.
Descartados el edificio principal, el de la familia, vigilado día y noche por personal a toda prueba; el de invitados por la misma razón y obviamente el chalet en el que vivía el servicio, me centré en el salón de festejos, inmenso pero vacío en las paredes y sin recovecos en la zona de la cocina, y en la capilla, una ermita de corte románico traída ilegalmente piedra a piedra desde la Galicia más profunda.
Inexpugnable, pensé, pero las fortalezas inexpugnables también caen y cuando lo hacen no es por medio de asedios sino de traiciones. Así, me dediqué a investigar a todo el personal. Eran más de setenta pero deseché a los de origen gallego porque tenían algún tipo de vínculo familiar o de honor con Solutorio con lo que únicamente me quedaban cinco personas: dos de orígen cubano que se encargaban de las embarcaciones, un nicaragüense que atendía las piscinas y dos colombianos que eran un poco los que hacían el trabajo sucio... Tenían en común que ninguno de ellos podía regresar a su país.
El momento de los esponsales se aproximaba y aún no había sacado nada en claro. Fuí a la capilla a meditar y me encontré con el encargado de vigilarla. Cuando le ví en la sacristía estaba desenchufando un soldador de los que se emplean para fundir el plomo y me dijo que los cambios de temperatura de su Galicia natal al bochornoso Miami habían afectado a las juntas de las vidrieras. También me fijé que llevaba una bolsa de plástico transparente cerrada herméticamente que dejaba ver un polvo de color blancuzco y una mascarilla de las empleadas por pintores y barnizadores. Al ver que miraba su mano me explicó que era azufre en polvo que iba a verter por las esquinas para que las hormigas, una verdadera plaga en esas latitudes, no entraran en el recinto sagrado.
Aparentemente volvió a su tarea pero cuando estaba a punto de hacer la genuflexión en el reclinatorio principal, el que iba a ser utilizado al día siguiente por los contrayentes, el sacristán-jardinero me detuvo. “No lo haga. No se arrodille ahí: trae mala suerte hacerlo antes que los novios. ¿No ve que aún tiene el plástico puesto encima de la tela?: Sólo la pareja tiene derecho a apoyarse ahí...”
“Pues vigílelo con más celo porque me parece que su soldador ha dejado caer una gota de plomo fundido en un a esquina de la tela... ”.


SOLUCION 10 lins.
¿Cómo descubrí que mentía?: Primero, el rostro que en ese momento puso no me dejó duda alguna. Segundo, no hay hormigas en los cayos de Florida; tercero, el nivel de humedad es igual o superior en Miami al de Galicia por lo que el plomo de las vidrieras no debería haber sufrido ninguna dilatación. Cuarto, el polvo de azufre es amarillo, no blanco. Quinto, si el reclinatorio tenía el plástico puesto, qué le importaba que alguien se arrodillara en él. Sexto: En ninguna tradición celta o cristiana se dice que traiga mala suerte rezar en el lugar donde al día siguiente lo van a hacer unos novios... Tal sarta de mentiras tenía que tener por fuerza una explicación: El mafioso Galliano había secuestrado a la mujer e hija del sacristán y le había obligado a colocar un tubo de plomo relleno de cianuro en el reclinatorio donde se celebrarían los esponsales para que al arrodillarse el peso de los contrayentes partiera la cápsula y liberara el polvo mortal...

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